
Por Ana Ribera, directora Unidad de Enfermedades Raras de Takeda España
En el mundo de la medicina, cuando hablamos de enfermedades "ultra raras", nos referimos a aquellas que afectan a menos de una persona por cada 50.000. Pero detrás de esta frialdad estadística, hay nombres, hay historias, hay familias que viven en los márgenes del sistema sanitario. Y, aunque parezca paradójico, ahí mismo se revela una verdad humana profunda: todos, de alguna manera, somos ultra raros. Todos llevamos en nuestro código genético, en nuestra historia de vida o en nuestra forma de habitar el mundo, una singularidad que merece ser comprendida, cuidada y respetada.
Investigar medicamentos para enfermedades ultra raras no es una extravagancia científica ni un gesto altruista excepcional. Es un ejercicio radical de equidad. Es reconocer que el valor de una vida no se mide por cuántas otras se le parecen, sino por el simple hecho de existir. Y es también una manera de fortalecer nuestro compromiso con una salud verdaderamente inclusiva, donde nadie quede fuera sólo porque su caso no encaja en las estadísticas.
La inversión en medicamentos huérfanos (y aún más en los ultra huérfanos) plantea desafíos éticos, logísticos y financieros. Pero también es un terreno fértil para la innovación, no solo tecnológica, sino social. Cuando desarrollamos terapias para enfermedades ultra raras, estamos empujando los límites de lo posible: en la ciencia, en la política sanitaria y, sobre todo, en nuestra conciencia colectiva.
Porque no se trata sólo de curar lo raro, se trata también de aprender a mirar con otros ojos. La diversidad no es un problema a gestionar, es una riqueza a incluir. Lo mismo aplica en la salud porque una sociedad saludable es aquella que no deja fuera a quienes se salen de la norma.
Invertir en investigación ultra rara no beneficia únicamente a unos pocos. Las soluciones que surgen de estos desarrollos suelen abrir nuevas rutas para entender otras enfermedades, mejorar técnicas diagnósticas o descubrir mecanismos terapéuticos aplicables a poblaciones más amplias. Pero más allá de la utilidad, está el mensaje: nadie debe quedar atrás. La salud no debe ser una meta inalcanzable para quienes viven una condición excepcional; debe ser una posibilidad real, tangible y compartida.
Como profesionales, como ciudadanos, como seres humanos, debemos alzar la voz para que lo raro no siga siendo invisible. Porque en el fondo, todos queremos lo mismo: vivir con dignidad, con acceso a la salud, sabiendo que si alguna vez nos toca ser los distintos, los que nadie entiende, el sistema estará ahí para sostenernos. Eso es lo que construye una sociedad verdaderamente justa. Y eso, en definitiva, es lo que hace que una vida, por muy rara que sea, merezca todo el esfuerzo del mundo.
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